Manuel salió del baño limpiándose la nariz. Desde luego aquella fiesta de Halloween era la mejor de la zona, no faltaba de nada; buena bebida, insuperables canapés, material de primera, chicas guapas a montones y muchos conocidos con los que cerrar negocios que le rentarían un buen puñado de euros.
Al principio había dudado sobre si debía, o no, aceptar la invitación, pero finalmente decidió que alquilaría un buen disfraz de vampiro y aprovecharía para divertirse al máximo. Se lo merecía; trabajaba mucho y descansaba poco. Disponía de poco tiempo para el disfrute, pero esa noche conquistaría a alguna guapa vampiresa con quien rematar la velada envueltos en sábanas de raso negras.
De pronto, como salida de la nada, la vio. Era la chica más atractiva de la reunión. Llevaba tiempo rondándola, pero ella siempre parecía eludirle en el último momento, sin embargo aquella noche no lo hizo. Le sonrió y, guiñándole uno de sus deslumbrantes ojos grises, que chispeó en la penumbra del salón, le tendió una pálida mano de largas uñas pintadas de negro.
Llevaba el disfraz más impresionante de toda la fiesta. Una cascada de negros tules semitransparentes cubrían una espléndida y lozana desnudez, tapando tanto como descubrían; un terreno ignoto que tenía previsto descubrir aquella misma noche.
Devoraría toda aquella pálida piel y se perdería en ella, con ella, en el abismo del tiempo y el placer.
Se acercó despacio, sin apartar la mirada ni un solo instante, dejando que su cuerpo se balanceara con la cadencia de la música que sonaba por los altavoces. Era un momento único. Definitivo.
Apenas unos instantes después rozaba con delicadeza los fríos dedos que ella le tendía, aceptando su pecaminosa invitación de rojos labios entreabiertos. Acarició con cuidado la palma antes de apresarla en su mano para tirar de ella y acercarla a su cuerpo.
Ella se dejó llevar sin emitir ni una sola palabra, aceptando el acercamiento al tiempo que dejaba escapar un suspiro que resonó en sus oídos excitándole hasta límites insospechados. Se sentía bien; cálida y fresca al mismo tiempo, accesible y remota, deseable.
La empujó a la pista de baile y juntos se dejaron llevar por los sonidos de una música lenta. Etérea. Casi tanto como la mujer que sujetaba en su brazos.
Giraron y giraron, despacio al principio pero, poco a poco, cada vez más rápido. Una niebla espesa empezó a cubrirle los ojos. Las formas se difuminaron a su alrededor y se sintió flotar como si volara. Como si estuviera en el vórtice de un torbellino luminoso, solo roto a veces por destellantes puntos de color.
Un ligero mareo le sobrevino. Quiso parar, pero no era capaz, ahora era ella quien llevaba el ritmo y disfrutaba con ello. Lo sabía porque podía escuchar su risa; trasparente, cantarina…
Pero, de pronto, la carcajada se volvió hueca, tétrica, carente de toda alegría. Se asustó.
Se apartó unos centímetros para mirarla a la cara y entonces… gritó, aunque ningún sonido abandonó su garganta.
Nunca debió tratar con la Dama Blanca. Se dio cuenta demasiado tarde, cuando se vio abrazado a un montón de huesos descarnados.
Acababa de toparse con la Señora de Negro.
Un año más, gracias a la iniciativa de Teresa Cameselle por este Halloblogween 2014 que, una vez más, he publicado desde el Blog Pecados Capitales, que en pleno ha querido colaborar con esta cita anual.